Aunque, quizá, la pregunta sería ¿para qué?, porque el miedo está tan presente en nuestras vidas que, a menudo, siento que debe tener una función. Pero, ¿cuál?.

Voy a empezar por el principio, ¿a qué le tenemos miedo?. Pues a la vida, a la muerte, a perder, a ganar, a no ser suficientes, a ser más que suficientes, a no cumplir las expectativas de nuestros padres, a no poder proteger bien y de todo a nuestros hijos, a la carretera, a los aviones, a nuestro jefe, a un compañero, a decir lo que pensamos, a no ser capaces de pensar lo que decimos, a la tristeza y a la alegría excesiva, a que nadie nos mire y a que nos miren demasiado… La pregunta sería más fácil planteada justo al revés: ¿A qué no le tenemos miedo?.

El miedo, a veces, nos paraliza. Y, otras, nos impulsa a proteger y a protegernos. Pero siempre nos remueve y nos encoge el alma. Nos deja desarmados y perdidos ante la inmensidad de la vida y sus “imprevistos”. Entonces es cuando yo me pregunto, ¿para qué?, para qué tanta experiencia diaria batallando contra el miedo que nos cala los huesos, el que nos deja callados, el que nos hace gritar, el que nos cae encima de repente y el que sentimos a diario de a poquito.

He sentido mucho miedo, aterrador a veces y aletargador otras. Y ahora sólo quiero cosechar resultados, conclusiones. ¿De qué me ha servido?, ¿qué me ha enseñado?. Y empiezo a reconocer que el miedo, a mí, me ha dado una lección fundamental. Me ha enseñado que la vida es así, impredecible, incontrolable…ahora más que antes aún. Que no soy yo quien mueve los hilos de lo que está llamado a suceder, que sólo puedo hacer una cosa para vencer el miedo: aceptar, aceptar y aceptar.

Aceptar que tengo miedo, que buena parte de mi vida ha sido manipulada por ese miedo, aceptar que hay muchas cosas que yo no decido en mi mundo externo y que no puedo cambiar, aceptar que mi hijo tiene que vivir su vida y andar su camino sin mí, aceptar, en fin, que yo sólo puedo cambiarme a mí misma, si es que quiero vivir sin miedo, si es que quiero ser feliz.

Hubo un colombiano, Gerardo Schmedling, que habló de la “Aceptología”, y al que yo he llegado a estas alturas de mi vida, para ACEPTAR, con mayúsculas; para no enfrentarme a cada situación con la que yo no contaba en mi vida y para no luchar contra gigantes. Para no convertir esta vida tan hermosa en una batalla que me deje sin fuerzas para disfrutarla.

Ya no quiero luchar más, no quiero enfrentarme más, no quiero llorar de rabia porque las cosas no son siempre como a mí me gustaría. Es más, no lo son casi nunca.

Acepto que, este mundo, está regido por leyes que son ajenas a mí. Y me dejo llevar, con serenidad, y con amor, con mucho amor. Ahora sí, zas!, desaparece el miedo y aparezco yo, mi esencia. Desde este nuevo sitio y desde esta nueva mirada, construyo un mundo mejor.

Gracias, miedo!!! Adiós, miedo!!!

Bienvenida, serenidad