Ya sé que, mi discurso de hoy, va en contra de muchas normas establecidas y socialmente aceptadas. Pero creo que va siendo hora de que eduquemos a nuestros hijos en consonancia con nuestra naturaleza, que viene marcada básicamente por el desarrollo neurológico de los niños desde que llegan al mundo o, mejor dicho, desde que son concebidos.

Tengamos en cuenta nuestra intuición y el sentido común en la crianza, y dejemos a un lado ideas preconcebidas y creencias instauradas familiar y socialmente, que nos hacen creer que criar a un hijo tiene más que ver con sacar el máximo partido de sus capacidades intelectuales, que con hacerle sentir seguro, confiado, tranquilo, amado.

Estoy en contra de la separación temprana de la simbiosis mamá-bebé, porque es antinatural y porque, esa simbiosis, es la base de un apego seguro. Estoy en contra de la escolarización temprana, donde se les somete a intelectualizaciones tempranas y porque son tratados como “cerebros andantes”, sin sentimientos ni emociones. Lo sé por experiencia.

Estoy a favor de la disciplina positiva para criar a nuestros hijos. Ellos nos necesitan y nosotros debemos entender qué nos están queriendo decir con su comportamiento, sin gritos ni castigos, con cariño, respeto y firmeza.

Ya sé que no es fácil lo que predico, que la sociedad nos inculca lo contrario. Pero también sé que empiezan a surgir muchos brotes en esta dirección: que ya se habla de estilos de crianza alejados del institucional, de pedagogías alternativas que ponen al niño (como un todo) en el centro, de padres que saben que mirarse a ellos mismos es una tarea fundamental para mejorar la vida propia y, en consecuencia, la de su familia.

Los adolescentes y los jóvenes están dando muchos síntomas de que, la forma de educar más generalizada, ha fallado y los aleja de la serenidad y de una mínima noción de felicidad. Estamos viendo demasiados jóvenes perdidos, con ansiedad, desilusionados, deprimidos… 

Plantémonos. Mirémonos, mirémosles a los ojos. Esta vida no va de competir y de acumular, esta vida va de encontrar lo que de verdad nos hace felices y seguir ese camino. Va de acompañar con amor incondicional a nuestros seres queridos y, en especial, a nuestros hijos. 

Si los padres nos atrevemos a seguir nuestros sueños, con confianza y sin miedo, nuestros hijos recuperarán la capacidad de ser felices, sin duda.