Cuántas cosas vamos dejando para mañana, cuántos cambios vamos dilatando y cuántas veces nos dejamos vencer por el miedo a la incertidumbre de lo desconocido. Vivimos instaurados en nuestra (tan nombrada en los últimos tiempos) “zona de confort”.

Cuando algo no funciona en nuestras vidas, miramos para otro lado y nos prometemos a nosotros mismos que otro día lo solucionaremos.

Pero cuando llega ese “otro día”, ya empezamos a reconsiderar que el cambio que ayer creíamos imprescindible, quizá no lo sea tanto…y vuelta a empezar. Es esta espiral en la que, la mayor parte de nuestra vida, nos vemos “atrapados”, o así lo creemos.

Un buen día, llegan los hijos y nuestra vida da un vuelco. Las prioridades se recolocan a la vez que nuestras casas se descolocan. Con un gran esfuerzo y muchas noches sin dormir, con el corazón lleno de sentimientos que nunca presentimos (amor infinito, miedo a lo que pueda ocurrir a nuestros hijos…) llega el momento de los cambios.

Sus ojos nos miran como esperando que demos el paso, que nos atrevamos a salvarnos, a ser sinceros con nosotros mismos y a “resetear” por fin y en la debida profundidad, nuestras vidas. Dando un portazo definitivo al miedo que nos sigue gobernando.

Hay niños poco demandantes, que todo les viene bien, con un carácter fácil y apacible, que comen de todo y duermen como los ángeles. Esos -creo- deben llegar a las familias serenas y pacíficas, con las ideas claras y sus vidas (y seguramente hasta sus finanzas) bien saneadas.

Y también están esos otros niños, los nuestros. Los que hacen preguntas y piden respuestas, los que nos obligan a pensar mucho y a actuar desde otras perspectivas, a hacer cosas que nunca tuvimos en mente. Son los niños que vienen a las familias que tenemos mucho que aprender. Por eso pienso que los hijos son nuestros mejores maestros.

Mi vida ha sido así desde el mismo día en que fui madre, quizá desde que empecé a pensar que quería ser madre. Cada hora que he pasado junto a mi hijo, cada día, cada año, ha resultado un continuo aprendizaje. Un aprendizaje no sin resistencias, porque las he tenido y muchas. Y cada paso adelante que he decidido dar, supuso y sigue suponiendo un avance. Cada vez más profundo y, a veces, hasta doloroso.

Hoy, con una experiencia de 19 años como madre, sigo envuelta en el que, quizá, sea el paso más complicado y difícil que he decidido dar en mi vida. Pero es que hoy sé que, si yo no me salvo, si no doy los pasos necesarios para cambiar mi vida, mi hijo tampoco se salvará. Y no estoy dispuesta a que mi hijo tenga que cargar con lo que mi propia cobardía me impidió lidiar.

No voy a negar que el miedo me sigue abordando a ratos, que las noches no resultan plácidas y algunos días se alargan bastante más de lo que desearía. Sólo diré, ahora que se acerca el día de la madre, por si alguna se encuentra en una situación de cambio necesario (como la mía), que no me siento sola y espero que ellas tampoco. Que nuestros maestros nos guían y que debemos dejarnos guiar. Nuestra fuerza les llega y les será muy útil el resto de sus vidas. Ahora estoy más segura que nunca.